martes, septiembre 14, 2010

La Tierra que Habla (y los que no escuchamos)


Nací en Santiago de Chile. Crecí en esta ciudad. Nunca he vivido en el campo, aunque adoro su paz y desde pequeña lo conocí muy bien durante mis vacaciones. La única vez que he vivido fuera de Santiago, viví en París. Y ahí fue cuando me di cuenta que en Chile el paisaje habla todo el tiempo. Hablan las extensas áreas de tierra que se recorren apenas saliendo una hora de las capitales. Hablan los ríos que se cuelan en las ciudades como recordándonos que no se nació en el cemento; que las alturas la daban peumos y algarrobos, no torres titánicas, ni banderas bicentenarias. Entrando un poco en cualquier pueblo, te das cuenta de lo enajenante que resultan las capitales. Y no quiero hacer aquí una apología del primitivismo feliz, en lo absoluto.
La ciudad nos da ventajas, comodidades y un estilo de vida que muchas veces nos hace olvidar que convivimos en un territorio con una geografía, física y humana, que es bien distinta a la nuestra. La dictadura de la capital, de su armadura de espejos y mirada ciega hacia la productividad y el éxito, nos corta la mirada. Nos droga con la autopista a la puerta de la casa, y la comida a la puerta de la casa, y el servicio a la puerta de la casa. Y así es como no vemos no sólo la cordillera nevada; una maravilla cliché de nuestra ciudad, imposible de ignorar luego de un día de lluvia. Sino que tampoco vemos, ni empatizamos en serio con 32 personas que prefieren no comer nunca más, antes que seguir con el tratamiento que este Estado, civilizado, capitalino, les sigue dando a pesar de tal civilidad. Con esta República que no es democracia, porque de lo contrario, no tendríamos 33 trabajadores sepultados en el sur, ni tomas de propiedades en una isla anexada a la fuerza.
La política, la contingencia, la civilidad de nuestra época, nos exige llevar los temas con moderación. Pero así como Enrique Mac-iver declaró en la celebración del centenario de la República que "no éramos felices", hoy tampoco somos un mejor país, pateando al futuro siguiente el tema Mapuche, el daño a nuestra flora y fauna, la falta de respeto a la autodeterminación de los pueblos. Así como en el centenario el pueblo se escandalizó por esta afirmación de no ser felices, hoy debiéramos escandalizarnos porque no escuchamos la tierra donde vivimos. Nos olvidamos que vivimos en un entorno que es más que un recurso natural, y no queremos combatir la corriente del capital que afirma que sí lo es. No se trata de ser los hippies de mierda de los que, con infortunio, habló una autoridad regional. Se trata de levantar la vista, mirar la cordillera, y no bajar la cabeza para mirar el manubrio de mi auto. Se trata de entender que ya ni siquiera es para "que nuestros hijos tengan un futuro mejor". Se trata de hoy, de nuestra calidad de vida, de nuestra capacidad de relacionarnos con los otros. De enterarnos que hay poco que celebrar, cuando quienes construimos piedra a piedra este país, simplemente no somos felices, porque no estamos dispuestos a escuchar (ni menos oír) nada.
(Nada excepto el ipod que me escuda de no mirar al vecino en el metro de vuelta a la casa).