Hace unos días fui a una
discotheque de balneario playero con amiga. Amiga encontró amante, por lo que de un minuto a otro me vi
sola en el lugar. La verdad de las
cosas, es que yo quería estar en mi cama, con un guatero y una película, tal
como estoy ahora. Pero supuse que para amiga no era el mejor panorama estar en
noche romántica, con la amiga en el cuarto del lado. Entonces me propuse pasar un rato en la discotheque, al
menos mientras pasaban un par de horas.
Ya era bastante avanzada la noche
y todo el mundo estaba fundido en la euforia de la noche, el alcohol, la música
fuerte, el verano y el baile.
Entonces me puse en el sector mirador, ese sector donde siempre se posan
los hombres, cual animal planet para atrapar su presa que se pavonea (o no) en
la pista de baile. Entonces vi
tres chicas bailar. En plan muy parecido al que bailo con mis amigas: hombres
que se acercan, hombres que son rechazados, porque ellas quieren bailar solas. Decidí en algún lugar de mi mente, que
tal vez estas chicas podrían empatizar con mi
soledad-presta-ropa-de-amiga. Me
acerqué a una de ellas, y le expliqué que mi amiga se había ido, si podía
unirme a su baile. Con su cara
cada vez más extrañada y alejándose paulatinamente, me miró y me dijo “Hueona
lesbiana, a mí no me gustan las minas, córrete”. Quedé en shock.
Primero, porque tan inocente era mi intención, que jamás imaginé un
rechazo así. Segundo porque la
gente se giró mirándome como si yo fuera una leprosa en la época de los
romanos. Y tercero, porque lo que
encontré más violento de todo, es que su manera de rechazarme (y de pasada
insultarme), fuera diciéndome lesbiana.
Y que eso para mí, realmente, significara un insulto.
No soy lesbiana.
Hasta el momento al menos, me declaro heterosexual. Tampoco encuentro
que la orientación sexual sea relevante a la hora de: buscar un trabajo,
establecer amistad, ser buena o mala persona. Los estereotipos del cola o la pelá buscavidas y
descarriados, podrían caber perfectamente en el más, supuestamente, normal y
correcto de los heterosexuales. Bueno
y si lo fueran, qué. Qué carajo me
importa a mí.
Lo que me dejó más triste y shockeada, hasta ahora, es que
ese grito de esa joven asustada ante la diferencia (tal vez que yo use el pelo
corto la confundió, quién sabe), para mí resultó un insulto y una
humillación. Algo que no debió
pasar.
No debió pasar que yo tuviera que buscar refugio en un grupo
de amigas, temiendo que un hombre me abordara, a pesar que no quería flirtear
con nadie. No debió pasar que esta
mujer gritara eso en mi cara, por mi apariencia, por su temor a la diferencia,
o por quién sabe qué experiencia personal que tuviera. No debió pasar que la gente se quedara
mirando como si me dijeran “negra” en los tiempos del apartheid y tampoco debió
pasar que yo me sintiera ofendida y humillada, odiando a mi amiga, por haberme
dejado sola, pasando ese infinito mal rato en un lugar que, se supone, era para
divertirse.
Nada de eso debió pasar.
Ahora, con la cabeza más fría, sólo puedo tener compasión
por esa chica que pensó que eso era un insulto. Por los que se voltearon a
verme como leprosa. Y por mí.
Sobre todo por mi sentimiento de vergüenza, por considerar que gritarme
“lesbiana”, sea el peor de los insultos que me pudieran gritar en esa
discotheque, donde pareciera que todo el mundo (y me incluyo) está muy
dispuesto a reaccionar para defenderse de algo: de su ego, de su procedencia y,
por cierto, su identidad sexual.
1 comentario:
Excelente escrito, te felicito...
Maritza
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