lunes, marzo 17, 2014

Pelicorta

Hace unos días fui a una discotheque de balneario playero con amiga.  Amiga encontró amante, por lo que de un minuto a otro me vi sola en el lugar.  La verdad de las cosas, es que yo quería estar en mi cama, con un guatero y una película, tal como estoy ahora. Pero supuse que para amiga no era el mejor panorama estar en noche romántica, con la amiga en el cuarto del lado.  Entonces me propuse pasar un rato en la discotheque, al menos mientras pasaban un par de horas.

Ya era bastante avanzada la noche y todo el mundo estaba fundido en la euforia de la noche, el alcohol, la música fuerte, el verano y el baile.  Entonces me puse en el sector mirador, ese sector donde siempre se posan los hombres, cual animal planet para atrapar su presa que se pavonea (o no) en la pista de baile.  Entonces vi tres chicas bailar. En plan muy parecido al que bailo con mis amigas: hombres que se acercan, hombres que son rechazados, porque ellas quieren bailar solas.  Decidí en algún lugar de mi mente, que tal vez estas chicas podrían empatizar con mi soledad-presta-ropa-de-amiga.  Me acerqué a una de ellas, y le expliqué que mi amiga se había ido, si podía unirme a su baile.  Con su cara cada vez más extrañada y alejándose paulatinamente, me miró y me dijo “Hueona lesbiana, a mí no me gustan las minas, córrete”.  Quedé en shock.  Primero, porque tan inocente era mi intención, que jamás imaginé un rechazo así.  Segundo porque la gente se giró mirándome como si yo fuera una leprosa en la época de los romanos.  Y tercero, porque lo que encontré más violento de todo, es que su manera de rechazarme (y de pasada insultarme), fuera diciéndome lesbiana.  Y que eso para mí, realmente, significara un insulto.
No soy lesbiana.  Hasta el momento al menos, me declaro heterosexual. Tampoco encuentro que la orientación sexual sea relevante a la hora de: buscar un trabajo, establecer amistad, ser buena o mala persona.  Los estereotipos del cola o la pelá buscavidas y descarriados, podrían caber perfectamente en el más, supuestamente, normal y correcto de los heterosexuales.  Bueno y si lo fueran, qué.  Qué carajo me importa a mí. 
Lo que me dejó más triste y shockeada, hasta ahora, es que ese grito de esa joven asustada ante la diferencia (tal vez que yo use el pelo corto la confundió, quién sabe), para mí resultó un insulto y una humillación.  Algo que no debió pasar.
No debió pasar que yo tuviera que buscar refugio en un grupo de amigas, temiendo que un hombre me abordara, a pesar que no quería flirtear con nadie.  No debió pasar que esta mujer gritara eso en mi cara, por mi apariencia, por su temor a la diferencia, o por quién sabe qué experiencia personal que tuviera.  No debió pasar que la gente se quedara mirando como si me dijeran “negra” en los tiempos del apartheid y tampoco debió pasar que yo me sintiera ofendida y humillada, odiando a mi amiga, por haberme dejado sola, pasando ese infinito mal rato en un lugar que, se supone, era para divertirse.
Nada de eso debió pasar.

Ahora, con la cabeza más fría, sólo puedo tener compasión por esa chica que pensó que eso era un insulto. Por los que se voltearon a verme como leprosa.  Y por mí. Sobre todo por mi sentimiento de vergüenza, por considerar que gritarme “lesbiana”, sea el peor de los insultos que me pudieran gritar en esa discotheque, donde pareciera que todo el mundo (y me incluyo) está muy dispuesto a reaccionar para defenderse de algo: de su ego, de su procedencia y, por cierto, su identidad sexual.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente escrito, te felicito...

Maritza