Nací en 1982. Plena crisis económica, producto de la debacle
neoliberal instaurada a sangre y fuego por la dictadura militar. Que muy militar fue, pero fue apoyada,
sostenida, ideada y financiada por civiles que aún se pasean por los pasillos
del Congreso de nuestro lejano país.
Soy de una generación que nació en un régimen que creía
normal. Que no encontraba raro que el Presidente usara uniforme, donde la
televisión era la forma de entretención para la gran mayoría, que debió
quitarse a la fuerza el hábito de utilizar demasiado el espacio público. Pero todo eso no nos parecía raro. Porque éramos niños, y así había sido
el mundo siempre.
Pero un día
crecimos. Y nos fuimos enterando
de lo que iba pasando. Que mis
tíos y primos vivían fuera de Chile hace años, no porque lo decidieran planificadamente
como un mejor porvenir. Que cuando
vino el plebiscito, habían fundadas razones por las que la campaña del arcoiris
hacía llorar a mis tías, y la chasquilla de Buchi figuraba por todas partes en
la casa de otros tíos.
Soy de la generación que cuando se fue enterando que los
bombazos a medianoche, los titulares en letras negras, la sobre-utilización de
la frase “enfrentamiento con terroristas” y el miedo visceral a la policía, no
era normal. Y en tanto que nos
fuimos enterando de algunas verdades, nunca, pero nunca faltó el par, la amiga
de la amiga, o el tío que no es tío, que te dice “Usted no opine sobre eso, que
ni siquiera había nacido”.
Bueno. A todos
aquellos que un día nos dijeron eso, hoy puedo decirles, que el golpe de Estado
en Chile fue hace cuarenta años, y yo tengo 31. Eso quiere decir que me he pasado 31 años de mi vida
viviendo un Golpe. Y que a
nosotros, los de mi generación, también nos tocó la peor de las partes. Vivir un duelo de una masacre que
llevamos en el inconsciente, clavada en la memoria silenciosa de las madres que
nos amamantaron con miedo, de las profesoras que nos educaron omitiendo
verdades, de las mujeres que marcharon sin descanso, buscando sus parientes
asesinados y sus cuerpos desaparecidos.
Como si esto fuera poco, por añadidura, nos tocó hacernos cargo de
aprender lo que era una Democracia. Aprender valores de la República, sin confundirnos con los
actos cívicos de los días lunes, que llevaban la foto de Pinochet
enfrente. Nos tocó sacudirnos el
miedo, la ignorancia, el hambre y la miseria que vino después que los cañones
se enfriaron, el balcón fue reconstruido, y la junta se vistió de civil, para
sacarse el estigma de los lentes oscuros.
Y no nos quejamos de víctimas. Porque nuestra generación asumió la tarea con orgullo. Respirando y contando hasta mil, para
no caer en una discusión polar, ciega y bruta, que nos llevara de nuevo a lo
mismo. Por eso volvieron a
llenarse las calles de gente. Por
eso los estudiantes salieron a marchar con sus padres, abuelos y
profesores. Porque a los que no
nos tocó vivir el golpe, nos tocó nacer, crecer, educarnos, y sobrevivir en el
país que ellos intentaron refundar.
Lo que se les olvidó a ellos, es que por más que pase el
tiempo, el muerto siempre llega a la orilla. Tarde o temprano, el niño crece y se da cuenta que toda esa
infancia estuvo atravesada por el egoísmo y la falta de criterio de unos
pocos. Y eso se combate sabiendo,
aprendiendo, haciéndose cargo de una historia que todos y todas necesitamos,
merecemos y debemos saber. Una
historia que les contaré a mis hijos cuando sea el momento. Porque esa historia también es
suya. Porque los procesos no son
espontáneos. Y mis hijos y sobrinos
podrán estar orgullosos al decir que aunque su tía o madre nació después del 73, fue parte de la generación que debió hacerse cargo de tomar la pena de sus
padres, de sus abuelos, y convertirla en esperanza, en lucha por reconstruir,
lo que un día se intentó borrar de un golpe, con un Golpe.