Conversando en cóctel ameno con gente chilena, salió el tema
de las últimas elecciones edilicias.
Bonita paradoja, considerando que éramos puros chilenos con legítimo
deseo de hacer mejorar nuestro país con nuestra experiencia y capacitación en
el extranjero, y que no tenemos derecho a ejercer el voto. En fin. Mi punto ahora es otro.
En Francia, país donde vivo actualmente, el porcentaje de
abstención en las últimas elecciones cantonales 2011 rozó el 55%. Obviamente en las elecciones
presidenciales este porcentaje disminuyó (abstención cercana al 20%), porque
las elecciones presidenciales convocan más gente, son más llamativas, y en el
caso específico del año 2012, hubo muchos franceses que se levantaron con gusto
para castigar o no a Sarkozy por su mandato.
Considerando que ambos países poseen ciertas similitudes
culturales (nuestro sistema político y cultural-institucional ha tenido
históricamente influencias francesas), no hay que ser experto para saber que
Chile es un país que tiene un camino largo hacia el desarrollo económico,
político y cultural todavía, no necesariamente para “alcanzar” a un país del
primer mundo, sino (y tal vez aún mejor), para encontrar aquel camino propio,
abierto a otras experiencias positivas, que históricamente las naciones latinoamericanas
han deseado. Desde Simón Bolívar,
a nuestros días.
Pero bueno, volvamos al tema de
las últimas elecciones comunales en Chile. La expectación era amplia. Basada principalmente en tres puntos: Primero, corroborar
ciertamente cuán conectado están los electores con las fuerzas políticas
presentes en el juego (gobierno-concertación-independientes), más aún después
de las movilizaciones sociales del año 2011. Segundo, intentar analizar el nuevo padrón electoral,
surgido de la nueva ley que hizo el voto voluntario y la inscripción automática
(contraria a la antigua que obligaba a votar para siempre –salvo excepción de
excusa formal-, si decidías inscribirte después de cumplida tu mayoría de edad
a los 18 años). Y, por último,
estas elecciones resultaban interesantes, porque hubo acotados experimentos,
como el sucedido en Providencia, en que mediante primarias no partidistas, se
eligió un candidato común, con el fin de derrotar a un contrincante varias
veces reelegido anteriormente, vinculado históricamente a la imagen de la
dictadura militar.
El porcentaje de abstención en las
últimas elecciones edilicias en Chile, fue aproximadamente de un 60%. No muy lejano al 55% recién citado de
las elecciones cantonales francesas (el porcentaje de las municipales 2008 fue
un tanto menor), donde la inscripción es automática, el voto voluntario, se
puede votar desde el extranjero, o por “procuración”, es decir, dar un poder a
alguien para que vote por ti.
Todos quienes estábamos pendientes de las elecciones, el porcentaje de
abstención nos apretó un poco el estómago. Personalmente me acordé de la reciente abolición de las
clases de educación cívica de los colegios (los conceptos de “excepción
constitucional” o “moción de ley”, los aprendí en la secundaria), de la falta
de voluntad para hacer aquel día el transporte gratuito, de los chilenos que no
podemos votar en el extranjero.
Pero, y adentrándose aún más en el análisis, no menor resultó la
siguiente conclusión que leí también en varios tuits o reflexiones en redes
sociales. Se sabe que en un
sistema de voto voluntario, quienes más votan, son la gente que ha tenido más
acceso a educación. Por tanto, se
esperaba, que fuera la gente con más dinero del país, normalmente con
tendencias a la derecha política, quienes acudieran a las urnas. Pero las cifras no fueron tan
lógicas. La derecha perdió
bastiones importantes, no sólo Providencia y Santiago, sino también otras comunas
donde las encuestas daban por ganador a su sector (encuestas: otro sector
desacreditado en estas elecciones).
¿Qué pasó entonces? ¿Resulta que quienes se levantaron a votar ese
domingo no son los más educados? ¿O es que finalmente sobre-estimamos a nuestra
derecha, pensando que está mucho más educada de lo que pensamos?
¿Por qué la derecha no logró hacer
que sus votantes se levantaran a votar? ¿Qué habría pasado si el transporte
público hubiera sido gratuito? (moción que la misma derecha desestimó por
encontrarlo un gasto excesivo).
¿Tal vez la derecha no conoce tan bien a su electorado, y resulta que
con micro gratis, sí se habrían levantado a votar? ¿O es que finalmente las razones son también ideológicas, y
la derecha, cuyo gobierno ostenta el 30% de aprobación, no tuvo la capacidad
suficiente, ni con jingles creativos, ni con empapelamiento de sonrisas
blanqueadas, de arrastrar a su electorado?
Otras preguntas quedan también en
el aire. Es que el voto, tanto en
estas elecciones, como en otras en Chile y en el mundo, ¿se está transformando
más en un castigo, que en una aprobación?
Históricamente sabemos que cualquier coalición política bien articulada,
con un sentido de oposición claro, tiene altas probabilidades de ganar una
elección. Ese fue el caso del
plebiscito de 1988, y de la derrota de Cristián Labbé en Providencia.
Nuestra sociedad chilena se ha ido transformando, y los
cambios son evidentes. Nuevas
generaciones han cursado estudios superiores, nuestro problema mayor ya no es
el hambre, ni el analfabetismo, sino la superación de la pobreza y la mejora de
la calidad de vida de las personas.
Aquello no está en discusión.
La sociedad chilena está más educada, y esas personas, no necesariamente
son de lo que tradicionalmente se ha conocido como la elite nacional. Son hijos de padres y madres
trabajadores esforzados, que mediante sangre, sudor y endeudamiento, han puesto
la esperanza en que la educación es la mejor herencia que pueden dejarle a la
nueva generación. Y esas familias
de “clase media” (palabra que tanto le ha gustado acuñar a la derecha los
últimos años), no están dispuestas a ceder un paso más. Porque les dijeron que educando a sus
hijos saldrían de la pobreza. Y
esos hijos endeudados ahora quieren encontrar un trabajo, un espacio, y una
participación en la vida diaria y en las decisiones de su país. Por eso padres, hijos y abuelos de lado
y lado salieron a las calles a marchar el año 2011. Y una sonrisa sin logo de partido, o un par de promesas de
reelección, ya no les bastan para levantarse en la mañana o para marcar su voto
como lo han hecho siempre. Ya sea
porque la coalición que les representaba, ahora les resulta ajena, porque salga
quien salga “tendrá que seguir trabajando igual como siempre”, o porque simplemente,
(materialismo histórico mediante), ese domingo no tenían dinero para
trasladarse y entrar a la urna a votar.