Como persona dedicada al trabajo con imágenes en movimiento,
especialmente documentales, enterada de las discusiones sobre la realidad en
cámara, la puesta en escena, los falsos documentales, la manipulación de
conciencia, la post-verdad y un largo etcétera propio de estos tiempos, no
puedo dejar de reflexionar qué pasó cuando vi las recién reveladas imágenes del
operativo policial que terminó con la muerte del joven mapuche Camilo
Catrillanca.
Teniendo bastante seguridad que los carabineros habían
mentido cuando dijeron que había sido un “enfrentamiento” –una investigación
rápida desestimó dicha mentira tempranamente-, y conociendo la cantidad de
montajes que la policía chilena ha realizado en la zona las últimas décadas, me
dispuse a mirar las imágenes.
Todo lo que rodeó el “operativo” dejó de tener importancia
cuando vi en uno de los vídeos la imagen de Camilo Catrillanca cabeza abajo en
el tractor que manejaba antes que le dispararan por la espalda en el
cráneo. Dicen que estaba
vivo. Agonizando. Inconsciente, claramente. Un policía le sostenía la cabeza,
mientras el otro realizaba curaciones para detener la hemorragia. Se escuchó que había que sacarlo de
ahí. Pensé en cómo sacan normalmente a las personas de un accidente: lo
inmovilizan, actúan rápido, saben que cada segundo es la diferencia entre la
vida y la muerte. Pero este no fue
el caso. Parecía que se tratara de
neófitos que no fueron preparados para nada. Pareció un grupo de niños asustados que reciben órdenes y
las ejecutan con la rapidez de un adolescente que obedece a regañadientes a su
mamá.
Al bajarlo del tractor se les cayó.
Se les cayó al suelo.
Una persona que recibió un balazo en la
nuca se les cayó al suelo.
Desde
que comienza el vídeo, hasta que lo suben de mala manera a un auto último
modelo –pagado con los impuestos de todos nosotros- pasaron nueve minutos.
Evidentemente no les importaba que esa
persona se salvara.
Lo triste es que si
hubiese sido un blanco, rubio y empresario, probablemente la bala que le atravesó el cráneo
ni siquiera se hubiera disparado.
Volvamos a la imagen (y al sonido sincrónico). Vi/escuché esta imagen en mi computador,
sólo minutos después que fue liberada y pensé en el valor de ella. De lo que provocará en la sociedad
enrabiada que ha salido a la calle a protestar el último mes por esta
causa. La muerte de un inocente
está pasando ahí, frente a nuestros ojos.
Registrada por cámaras que fueron puestas para proteger a nuestras
fuerzas de orden. No para registrar su actuar en impunidad. En el momento en que vemos en nuestros teléfonos, televisores, computadores la imagen del inocente muerto, la teoría posmoderna
de la imagen se hace humo. Porque
ahí está, gritando que es verdad, que mataron a un inocente, como han matado a
decenas. Pero la imagen no está
sola. Sabemos que nos han mentido.
Sabemos que han montado falsos enfrentamientos cientos, miles de veces; sabemos
incluso que la responsabilidad no es sólo de quien disparó esa bala que quedó
en el cráneo de Camilo. Que la
responsabilidad es del Estado. De todos nosotros, que por no tener una imagen
que lo muestre vívidamente, no creímos –a pesar de todo- que pudiera ser
cierto. Lo de Catrillanca, Lemún,
Catrileo y tantos otros que nos pesan en la memoria no-visual de esta nación
chilena.
Seguimos –para bien o para mal- asombrándonos del actuar humano
y del medio que lo registró para reproducirlo una y otra vez. Hasta que creamos que es cierto. Y hasta que de tanto mirarlo, dejemos
de estremecernos como la primera vez.